jueves, 2 de diciembre de 2010

La máquina antropológica y sus reactivos biológicos. Raúl Villarroel. 2010.

La máquina antropológica y sus reactivos biológicos.
Usos y abusos de los animales no humanos con propósitos científicos

Raúl Villarroel

4to Taller de Bioética organizado por Comité Asesor de Bioética, FONDECYT-CONICYT“Aspectos Bioéticos de la Experimentación Animal”Enero, 2009

Iniciaremos nuestra reflexión, trayendo a colación las afirmaciones que el reconocido pensador italiano Giorgio Agamben, nos plantea en su breve obra “Lo abierto. El hombre y el animal” (Agamben, 2007), en relación con el minucioso examen que acomete respecto de las expresiones del filósofo Martin Heidegger, contenidas en su curso del semestre de invierno 1929-1930 en la Universidad de Friburgo, cuyo título es “Conceptos fundamentales de Metafísica. Mundo, finitud, soledad” (Heidegger, 1983). En él, Heidegger aborda una amplia investigación “acerca de la relación del animal con su ambiente y de la relación del hombre con su mundo” (Ibíd., p. 94).

Consideramos de sumo interés esta indagación, porque apunta a destacar un carácter esencial de la problemática que no parece haber estado lo suficientemente atendido en la tematización habitual de los asuntos referentes al mundo animal, hasta donde podemos dar cuenta de ello. Veamos, entonces, de qué manera podemos escrutar su sentido profundo y ubicarlo como punto de partida para esta reflexión, teniendo tan solo sumariamente a la vista algunas cuestiones de contexto necesarias para su mejor comprensión.

Agamben da cuenta en su libro de la inspiración que Heidegger habría encontrado
para el desarrollo de sus ideas en el trabajo del reconocido biólogo y zoólogo contemporáneo Jakob von Uexküll (1864-1944), cuyas investigaciones “expresan el abandono sin reservas de toda perspectiva antropocéntrica en las ciencias de la vida y la radical deshumanización de la imagen de la naturaleza” (Ibíd. p. 79). Ciertos conceptos fundamentales de la investigación de von Uexküll habrían sido resignificados por Heidegger, en beneficio del rendimiento teórico que buscó extraerles para sostener la triple tesis del curso invernal, según la cual: a) la piedra no tiene mundo; b) el animal es pobre en mundo y c) el hombre es formador de mundo. Así sería como interpreta Heidegger la relación del animal no humano con su “círculo desinhibidor”, que es como denominó a aquel ambiente portador de significado que von Uexküll había llamado “mundo circundante” previamente, para diferenciarlo del simple espacio objetivo en que se desenvuelve lo viviente.

Se sabe que Heidegger emparentó muy estrechamente la experiencia del mundo animal no humano, en cuanto ésta sería puro “aturdimiento”, mudo estupor, es decir, sustracción de la percepción de las cosas en cuanto tales, deprivación del acceso al ente tal cual es con la experiencia humana del “aburrimiento profundo”, en cuanto tonalidad emotiva fundamental, y que sería el modo más originario en el que nos encontramos los seres humanos. Sin embargo, de acuerdo con esto, aunque el animal no puede entrar en relación ni con el ente que él es ni con el ente que él no es -permaneciendo estupefacto, suspendido entre sí mismo y el ambiente-, su pobreza de mundo no lo deja simplemente del lado de la piedra, que sí carece totalmente de mundo. Lo que le ocurre, más bien, es que está constreñido en ese mundo ambiente en que habita, sin poder experimentarlo verdaderamente. Pero, esta última situación estaría en una vecindad extrema con la experiencia del aburrimiento profundo humano -esa experiencia esencial del Dasein, como dice Heidegger-, en cuanto ella significa también un estar encantado-encadenado para el hombre al interior del ente. El aburrimiento sería la experiencia típicamente humana en la que nos encontramos de golpe abandonados en el vacío, donde las cosas “no tienen nada para ofrecernos” (Ibíd. p. 121), puesto que estaríamos enclavados en, y consignados a, aquello que nos aburre; y, tal como está el animal, suspendidos entre nosotros mismos y el ambiente, ante nuestras propias posibilidades, que permanecen inactivas o se nos tornan inaccesibles en tales circunstancias. Ello permite concluir, entonces, que, estando “arrojados” y perdidos en el mundo que tenemos a nuestro cuidado, somos como los animales, sólo que hemos aprendido a aburrirnos, despertando de nuestro propio aturdimiento y a nuestro propio aturdimiento (Ibíd. p. 129).
Ahora bien, por otra parte, lo anterior, tal vez, nos podría mover a pensar que estamos aún muy lejos de entender que esa humanitas sobre la cual construimos el plexo de justificaciones que nos permiten intervenir irrestrictamente sobre la vida animal no humana (en la crianza intensiva para fines de alimentación, la experimentación científica, la manipulación genética, u otras) pasa demasiado cerca del hombre y se constituye, sobre todo, en virtud del soslayo practicado históricamente respecto de su propia naturaleza, en virtud de un “olvido” del phylum particular al que pertenece en tanto viviente. También se ha denominado “antroponegación” a este rechazo a priori a reconocer características compartidas entre animales humanos y no humanos (De Waal, 2007).

La “máquina antropológica”, como la llama Agamben (Ibíd. pp. 67-76), en su producción del borde diferenciador de lo humano, a partir de la oposición hombre/animal, humano/inhumano, funciona necesariamente mediante una exclusión. Sustenta la discriminación del animal en algo que no es propiamente un dato natural innato sino una producción histórica y que, como tal, no puede ser asignada al hombre en total propiedad (Ibíd., p. 73). Este elemento distintivo, presupuesto como característica de lo humano es el lenguaje. No obstante -reflexiona Agamben-, si se quita este elemento, la diferencia se borra de inmediato. Y aunque se le pudiera asignar -agregamos nosotros-, si admitiéramos ciertos planteamientos, como los de Montaigne en su Apología de Raimundo Sabunde por ejemplo, tendríamos que reconocer que los animales no sólo se comunican o emplean signos lingüísticos, sino que, además, son capaces de responder(nos) (Montaigne, 2003). Como ha sostenido Jacques Derrida, desde Aristóteles a Descartes, y especialmente desde Descartes a Heidegger, Lévinas y Lacan, esta cuestión determina a su vez muchas otras, referidas al poder, o a capacidades o atributos: a ser capaz de, tener el poder de dar, de morir, de enterrar a los muertos, inventar técnicas y muchas otras; un poder que consiste en tener tal o cual facultad como un atributo esencial. Pensando en esto mismo, la cuestión fundamental no será entonces saber si los animales son del tipo zôon logon echon (animale rationale), según la antigua definición aristotélica; es decir, si pueden hablar o razonar gracias a ese atributo o capacidad implicada en el logos, el poder-tener el logos, la aptitud para el logos (razón por la cual, además, el logocentrismo sería en primer lugar una tesis sobre el animal, deprivado del logos), sino si pueden sufrir, como afirmara Bentham (Derrida, 2008).
Ahora bien, esta cuestión nos interesa porque la posesión del lenguaje ha sido un claro indicador del límite que debemos reconocer a la hora de contraer obligaciones. Sólo con seres capaces de hablar nos ha parecido que tenemos que establecer vínculos de reciprocidad, o relaciones simétricas. En este sentido, y atendidas las consideraciones precedentes, pareciera que podríamos coincidir con Derrida y dar razón al filósofo utilitarista Jeremy Bentham cuando planteó que la pregunta decisiva para determinar si debemos o no reconocer obligaciones de moralidad para con los animales no humanos no es teniendo a la vista su afasia, su carácter alogon; no es preguntándonos si acaso éstos pueden o no hablar, o bien si pueden o no razonar, sino más bien si pueden sufrir, definitivamente (Bentham, 1996)2.
2 Cfr. Introduction to the Principles of Morals and Legislation, Cap. XVII, p. 283: “the question is not, Can they reason? nor, Can they talk? but, Can they suffer?”

Está claro que desde la antigüedad, se ha venido formulando una y otra justificación para excluir a los animales de la esfera de la moralidad; pensadores como Aristóteles3, Agustín4, Tomás de Aquino5, Descartes6, han sido categóricos a la hora de incapacitarlos, o desproveerlos de inteligencia y voluntad, tornándolos de paso incompetentes morales. Y sin afán de insistir en el lugar común al que cualquier reflexión de este tipo habitualmente llega (la revisión de dichas concepciones filosóficas, que con fundamentos más o menos razonables estatuyeron la diferencia entre el hombre y el animal, y consecuentemente, la carencia de dignidad de este último), indagaremos a partir de aquí qué es lo que se ha tenido en cuenta a la hora de argumentar a favor o en contra de un punto de vista como el que presume la superioridad de lo humano y atribuye al hombre facultades, en algunos casos ilimitadas, sobre el destino de las especies animales no humanas, para conseguir a través suyo múltiples propósitos. Como sabemos, estos propósitos van desde aquellos que, al menos en apariencia, hacen pensar que se busca otorgarles un reconocimiento, más o menos desinteresado, similar al que nos otorgamos (a veces) entre nosotros los seres humanos, como sería el caso cuando nos hacemos acompañar por ellos y los mantenemos en condición de mascotas; hasta aquellos otros empleos francamente aberrantes y penosos, como en el caso de su exhibición en circos, por ejemplo, donde se les condiciona a fuerza de violencia y privaciones a desempeñar comportamientos evidentemente del todo ajenos a su naturaleza originaria, para el simple y vulgar lucro de sus propietarios. Podría considerarse, quizás, un terreno intermedio -y esto es el foco de la discusión en estas páginas- el propósito que se persigue en la experimentación científica cuando se recurre a los animales no humanos, en calidad de “reactivos biológicos”, y planificada o calculadamente se les extrae un rendimiento -muchas veces incompatible con su propio bienestar-, ya sea para incrementar el conocimiento de funciones o procesos fisiológicos, o para evaluar la seguridad de algunas sustancias, o para comparar evidencias comportamentales, entre muchas otras posibilidades. Se argumenta, en este último caso, que el recurso al animal está justificado porque éste ofrece la mejor oportunidad de obtener respuestas fiables y reproducibles respecto de la situación experimental, cuando su calidad genética y ambiental ha sido cuidadosamente asegurada en forma previa. Se requiere para tales fines, disponer especial
3 Cfr. Política, Libro I, 1253a; 1257a.
4 Cfr. De las costumbres de la Iglesia católica, II, XVII, 54.
5 Cfr. Summa theologica, I-II, q. 6, art. 2; q. 17, art. 2.
6 Cfr. Discurso del Método, parte V.

celo en la provisión de controles sanitarios e higiene que aparten al animal de la presencia de microorganismos no deseados para los objetivos de la investigación y de un estricto control genético que impida la presencia de ejemplares portadores de caracteres inconsistentes con los propósitos del experimento diseñado (Cardozo, Mrad, Martínez et al., 2007, pp. 40-44).
Gracias a la experimentación con animales -se dice-, se ha avanzado en la investigación
en salud, se han desarrollado nuevos métodos diagnósticos y nuevos sistemas, más refinados, para la obtención de vacunas. Se han hecho importantes contribuciones al desarrollo de la biología, de las biotecnologías y de la técnica de los trasplantes de órganos. Se han optimizado métodos clínicos computarizados y tratamientos radiológicos decisivos en la detección precoz, la prevención y la intervención terapéutica de patologías tan devastadoras como el cáncer. En el plano de las neurociencias, se han logrado reconocer los fundamentos moleculares y celulares de algunas enfermedades degenerativas. Incluso, la investigación en que se emplean animales no humanos en calidad de reactivos biológicos ha contribuido derivando beneficios y nuevas aplicaciones -como vacunas, antibióticos o anestésicos-, que pueden ser aplicados para mitigar las dolencias de sus propios congéneres domésticos (Ibíd., pp. 67-69). La enumeración podría extenderse, sin duda, pero no vale la pena intentarlo en este momento.
Por cierto, desde las prácticas de la cruel vivisección (Sánchez, 1996, p. 74) -tan frecuentes como cuestionadas durante el siglo XIX- hasta las exigentes regulaciones nacionales e internacionales existentes en nuestros días, destinadas a precisar los términos exactos en que es posible validar la experimentación con animales no humanos y otorgarle legitimidad conforme a estándares éticos, han acontecido una serie de transformaciones que no pueden desconocerse. De una manera u otra, estos cambios constituyen el soporte en que se asienta la defensa del empleo de ciertas especies -ratas, ratones, hámsteres, gatos, perros, ovejas y otros- en calidad de sujetos de experimentación; y de ciertos procedimientos -de control sanitario, de control genético, de diseño de condiciones ambientales, de analgesia, eutanasia y otros- con fines experimentales. Se define habitualmente como “trato humanitario” aquel que se esmera en proveer a los animales de laboratorio de buenas condiciones de permanencia durante su período experimental. Los protocolos de manejo de animales destinados a la experimentación consideran una serie de recomendaciones que parecen demostrar la conveniencia de cuidar a estos “sujetos experimentales” para no mermar su valor reactivo y favorecer resultados óptimos en el proceso de la investigación. Los “ambientes enriquecidos” aseguran la eficiencia del desempeño
científico y promueven “la adecuada respuesta al estímulo o interrogante experimental”
(Cardozo, Mrad, Martínez et al., 2007, p. 70).
No obstante, siendo indudable lo señalado y ofreciendo los cuerpos normativos existentes, cuando menos en principio, ciertas garantías de que en las prácticas efectivas de laboratorio el sufrimiento animal puede ser verdaderamente minimizado, o que el respeto de su vida y su integridad está bien asegurado -incluso en circunstancias de considerarse necesario su sacrificio piadoso a través de procedimientos controlados de eutanasia-, el problema sigue siendo el cuestionamiento que desde diversos sectores y a partir de diferentes fundamentos filosóficos se hace recaer sobre la piedra angular que soporta al edificio de las prácticas de investigación y experimentación científica con animales no humanos en calidad de reactivos biológicos: el controvertido supuesto de que “los humanos están primero”, como sostuviera Peter Singer en su obra clásica “Liberación animal” (Singer, 1999) y que en virtud de los beneficios o ventajas que es posible derivar para la vida humana desde la experimentación científica, todo sacrificio ajeno está justificado. Ello supondría pensar que cualquier problema referido a los animales no tiene comparación con los problemas que puedan afectar a los seres humanos, tanto por la seriedad moral como por la importancia política que estos últimos poseen. Ya sabemos que a esta actitud prejuiciosa, algunos reconocidos defensores de los derechos de los animales, como Richard Ryder, Peter Singer o Tom Regan, la han denominado “especieísmo” (speciesism), aludiendo a ese afán ciego de establecer la supremacía de los intereses humanos con respecto a los de los demás seres sensibles; así como también a la creencia infundada en que el sufrimiento animal es menos importante que el sufrimiento humano. Suponer que la vida de un solo niño tiene mayor valor que la vida de todos los gorilas del mundo, por ejemplo, o que el valor de la vida de un animal no es mayor que el valor del costo de su sustitución para su propietario, son evidentes producciones argumentales de aquello que Richard Dawkins ha llamado una “mente discontinua”, porque se permite romper el lazo evolutivo y continuo que nos remonta hasta nuestras especies antecesoras, de las que nos diferencian tan solo unas cuantas notas sutiles (Dawkins, 1998. pp. 105-114).
Parte de esta discusión refiere a la pregunta por un supuesto valor intrínseco de los animales no humanos. Concierne al hecho de pensar que éstos valen por sí mismos y no por algún otro fin agregado a su propia existencia, como por ejemplo por la utilidad que eventualmente pudieren prestarnos para precavernos de potenciales adversidades o daños para la salud, contenidos en ciertas sustancias o ciertas posibilidades terapéuticas aún no corroboradas como satisfactorias o eficientes en el combate de las enfermedades. Habitualmente suponemos que a nuestra condición humana le es inherente una clase de valor; suponemos que poseemos una dignidad como señalara Kant. Un valor que no depende ni de lo felices o desdichados que podamos ser, ni de ninguna otra condición circunstancial de nuestra existencia; mucho menos creemos que este valor dependa de lo útiles o inútiles que los demás nos puedan encontrar en relación con sus propios fines. Y si creemos que “un príncipe y un mendigo, una prostituta y una monja, los que son amados y los que son abandonados, el genio y el niño con discapacidad mental, el artista y el filisteo, el más generoso de los filántropos y el usurero más falto de escrúpulos, todos ellos tienen un valor intrínseco […] y todos lo tienen por igual” -como sostiene al respecto Tom Regan-, no estaríamos actuando con atención al deber de respeto por el valor que los seres humanos poseen, si los consideráramos, por ejemplo, como recursos médicos para fines de la investigación, interviniéndolos en contra de su voluntad o sin esperar a que dieran su necesario consentimiento (Regan, 1998, pp. 252-253). Luego, limitar la posesión de valor intrínseco exclusivamente a la especie humana y considerar que los animales no humanos, en virtud de cualquier razón que sea -su aparente carencia de lenguaje, o de inteligencia, o de sentido de la temporalidad, o de capacidad de planificación, etc.-, carecen absolutamente de dignidad y en consecuencia
no son merecedores de respeto, no parece suponer un sustento mayor que el del mero prejuicio especieísta, como bien lo ha demostrado la investigación -también científica- de destacados zoólogos y estudiosos del comportamiento animal como Jane Goodall, Frans de Waal o Richard Dawkins, por mencionar algunos.
Ahora, un paso sin duda significativo en la contención de este especieísmo, lo constituyó el aporte de aquellos dos científicos británicos, William M. S. Russel y Rex Burch, que en 1959 publicaron su trascendente trabajo “The Principles of Human Experimental Technique”, pionero en atender a la cada vez más creciente demanda de reducción del uso de animales para fines experimentales. Su archiconocida idea de las tres erres: reducción-refinamiento-reemplazo en el uso de animales de laboratorio, presentó de forma clara cómo podía resguardárselos del abuso humano (Bekoff, 2003, p. 133); empleando menos ejemplares para conseguir igual cantidad de datos, valiéndose de técnicas alternativas para aminorar su angustia y su dolor, sustituyendo los sistemas in vivo por sistemas in vitro, in silico (simulaciones computarizadas), o incluso in acta, como agrega Lolas, para referirse a los derivados cognoscitivos obtenidos a partir de un metaanálisis de la literatura científica (Cardozo, Mrad, Martínez et al., 2007, pp. 16-17).

No es claro para quienes consideran a los animales no humanos como sujetos susceptibles de consideración moral y portadores de derechos, que por más sofisticadas que sean las técnicas analgésicas que se empleen en la investigación, los animales en verdad no padezcan y que lo que a menudo se hace con ellos en los laboratorios no constituya un flagrante abuso. Tampoco es tan claro que sea necesario el sacrificio de animales una vez que han dejado de prestar la utilidad que se necesitaba que prestaran; o que no constituya todo un dilema ético llegar a decapitarlos, electrocutarlos, dispararles, congelarlos o irradiarlos para darles muerte. “Sin duda, no podemos permitir que los animales sufran sólo por nuestra incapacidad de resolver asuntos difíciles”, afirma Bekoff, refiriéndose al hecho de que la posibilidad de estudiar animales no humanos de que disponemos, constituye un privilegio del que no debiéramos abusar y que, por el contrario, debiéramos tomárnoslo muy en serio (Bekoff, 2003, p. 148).
Ahora bien, la discusión en torno de los derechos de los animales es bastante antigua ya. Sin embargo, para algunos no parece tan fácil admitir sin objeciones que los animales no humanos sean merecedores de derechos, tan definitivos como los derechos constitucionales de los seres humanos. Se argumenta al respecto que pensar en los derechos de los animales es claramente una manifestación de antropomorfismo, y que hay una cierta hipocresía en dicha pretensión apologética pues la concesión de derechos a los animales es un asunto librado enteramente a nuestra voluntad humana y, en consecuencia, los únicos derechos de los que los animales podrían alguna vez disfrutar son aquellos que estuviéramos dispuestos a concederles, con lo cual el principio fundamental invocado quedaría de cualquier modo viciado ante esta limitación subyacente.
Es cierto que entre la concepción cartesiana del animal como un simple autómata maquínico y la suposición de algunos de que es necesario avanzar hacia la universalización de un corpus jurídico específicamente animal, ciertamente hay un gran trecho, mediado por una interesante gradiente de argumentos que se inclinan hacia uno u otro extremo. Las teorías cognitivas aplicadas al comportamiento de los animales aportaron interesantes insumos teóricos para alimentar este debate a partir de la década de los 80, trastocando muchas convicciones hasta entonces vigentes, sobre todo las de la perspectiva conductista. Frans De Waal comenta al respecto: “Actualmente, empleamos términos como “planificación” y “conciencia” al referirnos a los animales. Se cree que comprenden el efecto de sus actos, que son capaces de comunicar emociones y de tomar decisiones. Se cree incluso que algunos animales, como los chimpancés, poseen una política y una cultura rudimentaria” (De Waal, 2007. P. 106). De ser ello así, el hecho agregaría un especial interés a la discusión acerca de los derechos animales, porque tendería a suprimir la base de sustentación de la excluyente maquinaria antropológica y tornaría difusas las dicotomías
hombre/animal, humano/inhumano, a las que refiere Agamben en el libro que aquí hemos comentado.
No obstante, un serio escrutinio de posibilidades en relación con este problema, obligaría también a ponderar el juicio a la hora de pronunciarse a favor o en contra de tal posibilidad, particularmente por atención a algunos asuntos que de manera habitual escapan a nuestra conciencia, por ejemplo en relación con el hecho de que dependemos mucho más de lo que advertimos de los animales de laboratorio, ya que la mayor parte de los tratamientos médicos en la actualidad se han desprendido de investigación con animales; “cualquier persona que entra en un hospital hace uso de la investigación en animales” (Ibíd. p. 108).
En consecuencia, y considerando que se trata de un tema cuyo debate expresa de manera paradigmática las complejidades irresueltas de la moralidad de nuestro tiempo, y considerando, además, que todo parece indicar que nuestra existencia y nuestra salud dependen inevitablemente del devenir de la ciencia experimental, sólo parece posible cerrar esta argumentación tratando de establecer un suerte de principio heurístico (un principio de precaución, quizás) para tratar de determinar si es o no viable, si es o no legítima la experimentación con animales no humanos en laboratorios, para los fines que habitualmente hasta ahora se han perseguido, que es lo que constituye la razón fundamental de esta gran querella de nuestro tiempo:

"la única experimentación válida es aquella que no vacilaríamos en practicar con sujetos experimentales humanos. Porque, cada vez que la máquina antropológica pone al animal en condición de simple reactivo biológico, la vida misma retrocede".

Bibliografía
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