domingo, 7 de noviembre de 2010

CHILE EN LOS OJOS DE DARWIN. HERNÁN SOTO. 2009

Chile en los ojos de Darwin
Hernán Soto

Algo más de dos años y medio estuvo Charles Darwin en Chile, desde fines de 1832 a 1835. Era un Chile muy distinto del actual, entre otras cosas, porque se extendía sólo entre Copiapó y Concepción. En el sur, territorio mapuche de por medio, se contaba con Valdivia -la plaza fuerte y algo más- y Chiloé, el último lugar de América en que flameó el estandarte del rey de España. Si el país era distinto, también era muy diferente ese joven Darwin del hombre de ciencia, maduro y sabio, que revolucionó la biología con su teoría de la evolución casi treinta años después.

Darwin, con 23 años, era casi un muchacho. Llegó en el bergantín Beagle, comandado por el capitán Robert Fitz-Roy, un barco de la Armada británica en que se hacían mediciones oceanográficas y otros trabajos científicos. El barco tocó primero la Patagonia y Tierra del Fuego, inmensos espacios que pertenecían a grupos de indígenas que recorrían sus llanuras en busca de caza o navegaban por los canales desafiando el frío y las tormentas. Atravesando el Estrecho de Magallanes, el Beagle subió hacia Chiloé y siguió después al norte, recalando en Valparaíso, donde Darwin estuvo unas semanas que aprovechó para subir el cerro La Campana, reconocer la zona y viajar a Santiago. Como habían quedado trabajos inconclusos, la expedición debió volver a Chiloé. En el sur, Darwin fue testigo de un terremoto que asoló Valdivia, Talcahuano y Concepción y que lo dejó intrigadísimo desde el punto de vista científico y sobrecogido -por la “pequeñez de ese pretendido poder del que nos sentimos tan orgullosos”- ante la furia del sismo. Nuevamente en Valparaíso, Darwin se dio tiempo de cruzar la cordillera por Uspallata para conocer Mendoza. Finalmente viajó a Copiapó, en la zona minera. Se reembarcó en el Beaglerumbo a Iquique, que era territorio peruano, y visitó la pampa salitrera que empezaba a producir mineral. El Beagle siguió hasta El Callao-Lima y después la expedición enfiló hacia las islas Galápagos. Allí tuvo la anticipación de su teoría de la evolución, descubriendo a grupos de gorriones que vivían aislados de otras especies y tenían diferencias apreciables. Vendrían después Australia, Nueva Zelanda, el Cabo de Buena Esperanza y Brasil. Regresaron a Inglaterra por el Atlántico, arribando a puerto el 2 de octubre de 1836. Tres años después, Darwin publicó El viaje del Beagle (The voyage of the Beagle).

Joven “retardado”
En esa vuelta al mundo el joven naturalista, que en verdad era poco más que un principiante, cerró una etapa de formación. Sus estudios habían sido azarosos. Al principio tuvo dificultades de aprendizaje que hicieron que lo consideraran casi un retardado. Después de muchos esfuerzos y recriminaciones paternas llegó a la Universidad de Cambridge, en la que fue un alumno menos que regular hasta que lo descubrió un maestro -el profesor John S. Henslow- que lo ayudó a que desarrollara su genio. Cuando vino a Chile, el naturalista tenía conocimientos sólidos de botánica, zoología, geología, física y química. Con esa formación fue aceptado por el Almirantazgo para ser el naturalista oficial del Beagle. De ese nombramiento no deben haber estado ausentes la voluntad de su maestro y las influencias de su padre, que era un médico famoso.

El Beagle realizaba trabajos exploratorios y su tarea consistía inicialmente en mediciones en las islas Falkland (Malvinas) -que Inglaterra esperaba anexar- y también en la Patagonia, Tierra del Fuego, Canal Beagle y la zona del Cabo de Hornos. Una labor científica que, al mismo tiempo, ayudaba a asegurar las rutas marítimas, cruciales para el imperio británico que se extendía de uno a otro extremo del mundo.

Años antes, Fitz-Roy había ya realizado otro viaje a esa zona. Volvió con un botín sorprendente: un grupo de indios fueguinos que raptó de sus tierras para llevarlos a Inglaterra con el propósito de darles educación y traerlos de regreso. Así pretendía ayudar a civilizar a los indios australes. Sobrevivieron sólo tres: Jemmy Button -el más conocido- Fueguia Basket y York Minster. Volvieron en el Beagle en el viaje en que venía Darwin que, sin duda, compartía la intención civilizadora que pregonaba Inglaterra. Escribió en su relato del viaje: “…Izar donde sea el pabellón inglés es tener la seguridad de atraer a aquel lugar la prosperidad, la riqueza y la civilización”, una declaración de fe que ayudaba a la expansión británica.
Chile de entonces

El país comenzaba a estabilizarse luego de las guerras de la independencia y de las conmociones que siguieron al gobierno de O’Higgins. Los esfuerzos de la expedición al Perú y de la Guerra a Muerte habían extenuado a la economía, sobre la cual seguía pesando el empréstito contratado con Inglaterra por el gobierno chileno representado por Antonio de Irisarri. Acababan de triunfar en una breve guerra civil los conservadores, con el general Joaquín Prieto y Diego Portales a la cabeza. La consigna dominante era el orden y facilitar el despegue de la economía. Se perfilaba la rivalidad entre Valparaíso y El Callao, que empujaría a la guerra entre Chile y la Confederación Perú-Boliviana.

La minería de la plata y el cobre era una actividad muy importante. En la zona de Copiapó se habían descubierto tres ricos minerales: Agua Amarga, Arqueros y, especialmente, Chañarcillo. La agricultura progresaba lentamente. En los campos, asolados por el bandidaje, se mantenía la inseguridad. El comercio despegaba en Valparaíso, con activa participación de comerciantes y prestamistas ingleses. Había restricciones serias derivadas de la pequeñez del mercado interno y las exportaciones al Perú estaban prácticamente bloqueadas. Los capitales ingleses hacían, sin embargo, su agosto. En 1825 se calculaba en tres mil el número de ingleses que vivían en Chile.

Naturaleza y sociedad
No eran, con todo, esos aspectos el objetivo central de las miradas extranjeras. Naturalistas y sabios, como Alexander Humboldt y Aimé Bonpland, estudiaban el continente. En Chile, Claudio Gay, importado desde Francia, escribía las páginas de su Historia Natural de Chile.

Darwin era esencialmente un naturalista. La sociedad le interesaba menos, como se demuestra en sus relatos sobre Chile, en que hay pocas menciones a autoridades y siempre de pequeña importancia. Destina mucho espacio en cambio a descripciones de paisajes, fenómenos naturales, plantas -árboles, flores extrañas y bosques-, animales, peces, insectos y aparentes anomalías. Aprecia la transparencia del aire, la majestuosidad de la cordillera y la belleza de los cielos australes. Las referencias a los hombres -salvo en el caso de los indígenas fueguinos- son escasas. Lo guía la curiosidad, el ansia de aprender y desentrañar misterios que conforman, como escribirá, “ese ardor, esa necesidad de saber que arrastra a todos los hombres”. Hacía suyas las palabras de Humboldt para quien el trabajo y la observación permiten penetrar los misterios de la realidad y descubrir las leyes ocultas de la naturaleza.

Más allá de las apariencias
Queda extasiado ante la belleza de Chile central: “¡Qué admirable país para recorrerlo a pie! ¡Qué espléndidas flores! Como en todos los países secos, hasta los zarzales son particularmente olorosos”.

Y más adelante describe el contraste entre la feracidad de la tierra y la miseria de los campesinos. “En esos valles se cultiva mucho trigo y maíz; sin embargo, el principal alimento de los campesinos es una especie de haba (los porotos, N. de PF). Los vergeles producen melocotones, higos y uvas en gran abundancia. Con todas esas ventajas, los habitantes del país debieran disfrutar de más prosperidad de la que realmente disfrutan”.

Y da una explicación que tiene que ver con el latifundio, con el sistema feudal que produce pobreza. “Esta pobreza proviene principalmente del sistema feudal que preside el cultivo de las tierras: el propietario da al campesino un pequeño lote de tierra -en el cual debe construir su habitación- para que lo cultive, pero en cambio el campesino ha de proporcionar su trabajo, o de alguien que lo reemplace, durante toda su vida, y eso a diario y sin sueldo. Por eso, el padre de familia no tiene nadie que pueda cultivar el terreno que le pertenece hasta que cuente con un hijo en edad suficiente para reemplazarle en el trabajo que debe al propietario. No hay, pues, que asombrarse de que la pobreza sea extrema entre los obreros agrícolas de este país”.

Los ojos de Darwin veían más allá de las apariencias. Así lo demostró también al narrar la vida de los mineros en las explotaciones de cobre. Los apires -escribe “apiris” en su libro- eran sometidos a un trabajo inmisericorde, subiendo y bajando sesenta, ochenta o más metros por escaleras peligrosas, casi en tinieblas, por piques y socavones, con un capacho de cuero crudo a la espalda con ochenta kilos de material. Su alimentación es escasa y sin otra variedad que uno que otro pedazo de charqui para agregar a las legumbres”. Remarca las características de la explotación, pero hace una salvedad: “Por triste que sea la situación de los mineros, es muy envidiable porque la situación de los obreros agrícolas es aún mucho más dura”.

Chile del fin del mundo
La Patagonia y Tierra del Fuego produjeron en Darwin un efecto imborrable. Las recordaba como las visiones más imponentes de su viaje, junto con las selvas tropicales. Se estremecía al revivir la sensación de límite, de saber que más allá no era posible seguir.

La selva austral, con su amasijo de árboles nuevos y árboles muertos la retrataba así: “Esa confusa masa de árboles en buen estado y de árboles muertos recuerda las selvas tropicales y, sin embargo, hay una profunda diferencia: en estas triste soledades que visito actualmente, la muerte en vez de la vida parece reinar como soberana” y, por otra parte, los canales “revisten matices tan sombríos que parecen conducir fuera de los límites de este mundo”.

Una de las cosas que más lo sorprende son los indígenas australes. En ese medio inhóspito ver a los canoeros semidesnudos, permanentemente mojados, nómades en medio de las tempestades, alimentándose de pescado crudo o de carne semidescompuesta en momentos de hambruna e incluso, a los selk-nam, altos, imponentes, cubiertos de pieles, en interminables caminatas tras la caza, le produjo gran impresión. Especialmente en el caso de los canoeros. Con su lenguaje que le parece inarticulado, gutural, más cercano a lo infrahumano que a un idioma comprensible, para él los coloca casi entre los humanoides. No imagina siquiera que poco tiempo después un misionero inglés haría un diccionario con miles de palabras yámanas, que indicaría la riqueza de su idioma y daría pistas valiosísimas sobre su cosmovisión.

Más extraño es que aprecie lo que valen esos indígenas que han sido capaces de adaptarse a un mundo en que ningún blanco podría sobrevivir, mientras a la vez destaca las cualidades y talentos de los indígenas que ha conocido, los que regresan a su tierra y han compartido el barco con él. Le parecen admirables su capacidad para aprender idiomas, la rapidez mental, la inteligencia natural y la capacidad de asimilar con rapidez los conocimientos indispensables para vivir en situaciones diversas. Es probable que pensara que esos especímenes miserables sólo podían ser “salvados” por el hombre blanco, especialmente si era inglés, el único capaz de educarlos y convertirlos en su copia para devolverlos a sus compañeros de tribu o de clan. Debe haber quedado muy confundido cuando vio que los tres sobrevivientes -supuestamente civilizados- inmediatamente de encontrarse con los suyos, recuperaban sus costumbres y se asumían como fueguinos, dejando atrás junto a la ropa de los blancos, los conocimientos, modales y destrezas que éstos les habían insuflado.

Darwin percibió pocos mapuches. Los indígenas de Chiloé le parecieron dóciles, como acobardados, víctimas permanentes de la explotación. Reciben malos tratos de los chilenos, y en un momento de confianza le cuentan: “Nos tratan así porque somos pobres indios ignorantes, pero eso no ocurría cuando teníamos un rey”.
Distinta es la actitud de los indios que encuentra en Valdivia. Escribe: “Algunos nos dirigen un mari-mari(buenos días) muy brusco, pero el mayor número de ellos no parecen dispuestos a saludarnos. Esa independencia es, sin duda, la consecuencia de sus largas guerras con los españoles y de las victorias numerosas que sólo ellos, entre todos los pueblos de América, supieron lograr sobre los blancos”. Se topa, sin embargo, con algunos caciques que vuelven a su tierra después de haber recibido dinero del gobierno.

Darwin no volvió a América. Murió en 1882 convertido en un sabio de renombre universal, cincuenta años después de haber pasado por Chile. ¿Olvidó a los fueguinos que vio tan de cerca? ¿Imaginó que esa pequeña etnia estaba condenada a la extinción, por acción de los blancos que alguna vez quisieron “civilizarla”? ¿Se borró de su memoria Tierra del Fuego como el lugar ignoto donde tal vez comienza el fin del mundo?

Las citas entre comillas son del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo, escrito por Darwin. (Librería El Ateneo, Buenos Aires, 1942).

Publicado en “Punto Final” Nº 679, 23 de enero de 2009.

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