lunes, 19 de octubre de 2009

DR. LUIS SCHMIDT-HERMAN PIONERO DE LA MEDICINA VETERINARIA CHILENA

El Dr. Luis Schmidt Herman nació en Santiago el año 1896, y realizó sus estudios secundarios en el Liceo Santiago para luego ingresar a la Escuela de Veterinaria Militar, donde recibió su título de Oficial de Veterinaria en 1914. Es uno de los pioneros de la Medicina Veterinaria chilena! Fue el primer profesor de Clínica Menor en Medicina Veterinaria de la Universidad de Chile.

En 1915, se crea en la Quinta Normal la Escuela de Medicina Veterinaria (Civil), dependiente de la Dirección General de los Servicios Agrícolas, en la cual se inaugura, en 1918, la Clínica de Animales Menores “Dolores Pinto”, la que sólo tenía funciones asistenciales, pues no existía la enseñanza de la Clínica de Animales Menores en el país. A fines de 1927, la enseñanza de la Medicina Veterinaria, pasa a depender de la Universidad de Chile, creándose la Facultad de Agronomía y Veterinaria, y se nombró en 1928 al Dr. Schmidt Herman como el primer profesor de Clínica de Animales Menores que tuvo la Facultad, permaneciendo en el cargo hasta 1936, fecha en que renunció para dedicarse a sus actividades privadas en el Instituto Seroterápico de su propiedad, siendo reemplazado en la Cátedra por el Dr. Benjamín Cornejo.

Después de permanecer por varios años alejado de la Clínica Menor, en los años 60, el Dr. Schmidt Herman volvió al ejercicio de la especialidad, al establecer un consultorio en pleno centro de Santiago, el cual atendió hasta su muerte ocurrida en 1970, a los 74 años de edad.


Este artículo fue leído por el Dr. Schmidt Herman durante el primer curso de post-grado en Medicina de Animales Menores, realizado en la Facultad de Medicina Veterinaria de la Universidad de Chile en el año 1959.

"Historia y Evolución de la Medicina Canina en Chile por el Profesor Dr. Luis Schmidt Herman".

Como decíamos ayer, 31 de diciembre de 1914, un grupo de muchachos se abrazaba lleno de júbilo, de esperanzas, con los ojos húmedos, en esa doble emoción que produce el éxito junto a la despedida. Habíamos pasado varios años unidos por el compañerismo, la comunidad de ideas, las mismas inquietudes, las mismas esperanzas; habíamos abrazado la nueva carrera de Médicos Veterinarios y debíamos luchar todos, cada uno a la medida de sus fuerzas, por la divulgación, por el prestigio, por el respeto hacia esta digna y noble profesión. La sobriedad, la rigidez, la dura disciplina que reinaba en nuestro Ejército, con normas prusianas de entonces, con profesores alemanes, directores y rectores de nuestros estudios como Roberto Scaff, Skiba, Deselsky, Schmidt, Redens, Schwalbe, nos habían endurecido y capacitado para afrontar una vida de lucha y de esfuerzos. Ya no seríamos los alegres y vistosos soldaditos de la guerrera celeste, de cuello y boca manga negras, que llevaban los cadetes estudiantes de la Escuela de Veterinarios Militares de la Escuela de Caballería. Nuestro uniforme, poco conocido, provocaba de inmediato la curiosidad de las personas con quienes tratábamos… ¿Y a qué nueva arma o a qué nueva unidad pertenece este uniforme?... A la Escuela de Veterinarios Militares… ¿Y qué es eso de Veterinarios?... Ahí nuestra explicación sobre la Medicina que estudia las enfermedades de las especies domésticas.

¿De manera que a los caballos se le toma el pulso? Preguntaba alguien con espíritu jocoso. ¿Y sufren de pulmonía los gatos? ¡Ya me imagino a un perro miope con lentes!... Y abundaban los chistes que, lejos de ofendernos nos estimulaban porque ellos ponían de manifiesto el desconocimiento total y absoluto alrededor de la Medicina Veterinaria. El hecho de medicinar animales no le daba a la Veterinaria el carácter de una profesión y para muchos no pasaba más allá de un oficio y muy modesto por lo demás.

Salíamos pues, ese día de diciembre, alegres, porque en breve recibiríamos los despachos de Sub-Tenientes e iríamos a nuestros Regimientos como, la primera hornada de la nueva generación de Médicos Veterinarios. En el Ejército tendríamos que aumentar el prestigio de la profesión, pues los primeros Médicos Veterinarios venidos de la Escuela de Sub-Oficiales habían hecho un curso de Veterinaria y salían a las unidades con el grado de Sargento Primero. En esos años de usanza prusiana, había una gran distancia social y de grado entre un Sub-Oficial y un Sub-Teniente, el primer rango de Oficial, que se consideraba hasta para el sitio que debía ocupar en la mesa. Demás está decir que en materia de antigüedad, el Sub-Teniente de Veterinaria era el Oficial menos antiguo, de menor jerarquía del regimiento y en consecuencia, al que se le daba un trato por lo demás indiferente y hasta secundario. Posición de hielo que debía ser rota por las generaciones de Médicos Veterinarios de esta nueva Escuela recién organizada y fundada por el entonces Mayor Comandante Fernández Pradel, prestigioso y hábil oficial de Caballería que alcanzó los galones de General de la República. Para los Veterinarios egresados de la Escuela de Caballería, el General Fernández Pradel es un padre espiritual, pues gracias a su iniciativa se edificó en esa unidad una importante sección con modernas salas de clases, laboratorios de Bacteriología y Farmacia para los alumnos, confortables dormitorios, comedores, casinos; todo bajo un régimen militar estricto, tanto así que alumno que perdía el año por estudios deficientes era eliminado de la Escuela, y hubo algunos que no recibieron su título por deficientes exámenes y pruebas finales. Pronto se vio el resultado de estos nuevos Oficiales de Veterinaria, que junto a otros antiguos que se habían hecho acreedores al respeto y aprecio de sus compañeros de armas y del medio social, fueron formando las columnas básicas del prestigio técnico y abriendo el surco profundo y fecundo a otras nuevas generaciones de estudiosos que van a fortalecer y prestigiar nuestra carrera.

Corría el año 1917 y en el Grupo Sotomayor, en la lejana y fría ciudad de Lautaro… lluvias, barro, charcos, modestas casas, indios araucanos en abundancia, se hablaba de la lejanía de la capital y del mucho esfuerzo que debía gastarse para progresar en las distintas actividades. La agricultura en manos de esforzados hombres, muchos de origen extranjero, se basaba en rozar montañas vírgenes, para convertirlas en campos de trigo y crianza de animales. No era un medio cultivado donde un Médico Veterinario pudiera desarrollar otra actividad que la de su Regimiento. Comprendí que todo era fruto del ambiente e inicié una serie de artículos de prensa, de divulgación de la labor del Médico Veterinario frente a la Ganadería y Salud Pública. La población solicitó al Alcalde que se nombrara Veterinario en el Matadero de Lautaro y lo mismo se hizo en Temuco con un Médico Veterinario francés, Monsieur Dumont compañero de nuestro curso, ambos fallecidos.

Hay un hecho que ha tenido un profundo significado en nuestra profesión. Un día se presenta a mi casa un conocido agricultor de Pillanlelbún, don Anacleto Manríquez, quien desesperado me explica que tiene una masa de engorda de más de mil novillos, que de ellos mueren unos 10 a 15 diarios, en forma repentina y que debe tratarse de un mal peligroso porque han muerto peones que han descuerado los animales e indios que han comido carne. Pillanlelbún es la Estación que sigue a Lautaro en dirección a Temuco y se llegaba a ella a buen galope de caballo, saliendo temprano, de amanecida, para poder desarrollar algún trabajo y regresar en el día.

Cuando llegué al fundo del señor Manríquez, recibí una impresión tan fuerte que al recordarla, la reconstituyo con detalles y aún me parece ver esos extensos potreros, con piras enormes de animales cuyos cadáveres ardían por distintas partes, siguiendo las instrucciones verbales que diera en Lautaro al propietario del fundo. Hice la necropsia a uno o dos y no tuve dudas respecto a que nos encontrábamos frente a un caso de Carbunclo Bacteridiano. ¿Y qué hacer para terminar con esta ruina en marcha? Pregunta el desconsolado agricultor. Lo primero mandar los hombres enfermos de pústula maligna a Temuco y en cuanto a los animales, le expliqué al propietario que en Europa se hacían sueros curativos y vacunas preventivas, pero en Chile… no las teníamos, pues por esos años en la Quinta Normal Mrs. Besnard hacía con carácter limitado y casi experimental pequeñas cantidades de vacuna Chevaux y que según las indicaciones en cada partida de vacuna había que inocular previamente por vía de ensayo algunos animales para comprobar su virulencia, y según ella continuar la vacunación.

De otro lado, estas limitadas cantidades de vacuna por las condiciones en que se entregaba y su poca duración en los tubos, unas dos semanas, casi no salían de los alrededores de Santiago. En resumen, total y absolutamente desarmados. Yo no sé qué era mayor en esos momentos, si la desesperación del agricultor o mi derrota profesional, mi impotencia, mi desesperación por no poder salvar vidas humanas y de animales. Corrió como un rayo la noticia, con el agravante que pronto se supo que arreos que venían de Argentina iban dejando por los caminos, verdaderos regueros de animales muertos de “picada”. No había medios policiales ni profesionales para hacer nada y, en consecuencia, el país entregado a su propia suerte; y los pocos médicos veterinarios destinados a nuestra limitada labor dentro del regimiento.

A personas relacionadas con mi familia solicité a Mendoza datos si había en Argentina laboratorios que se dedicaran a la preparación de vacunas para animales. Recibí varias direcciones a todas las cuales escribí y después de desesperadas semanas de espera llega una sola respuesta a mis angustiadas cartas. Era personal, del eminente hombre de ciencias, tantas veces citado en los textos, el profesor José Lignieris, quien me decía que a la fecha hacía unos treinta años que había sido contratado por el gobierno de Argentina para estudiar y resolver en ese país problemas iguales o parecidos a los que le relataba yo; y que comprendiendo mi desorientación y estado moral, me remitía por correo tres mil dosis de vacunas anticarbunclosa. Fue un día de luz; venían las primeras armas para salvar ganado, evitar el peligro de contagio a los humanos y, sobre todo, justificar la razón, la necesidad de la medicina veterinaria en sus diferentes especialidades. El señor Manríquez fue el primero que ofreció, no todos, sino un lote de animales de los que habían escapado a la mortandad y aquella mañana cuando se iba a vacunar por primera vez, se había reunido en Pillanlelbún destacados agricultores de la zona: ¿No morirían más animales con la vacuna, que por efectos de la enfermedad? A pesar de mis jóvenes 22 años, al inyectar los animales me temblaba el pulso. No sé si por la emoción, por un vago recelo o por el peso de una gran responsabilidad. Era un día marcado por el destino. Nuevas partidas de la vacuna se irían sucediendo, las que se empleaban de Concepción al sur, y su eficacia fue tan manifiesta que los araucanos, precisamente los más castigados por el flagelo, reunían sus animales para vacunarlos.

Llegó el año 1920 y fui trasladado a Santiago: no había en la capital nada especializado en la materia; en otras palabras, lo mismo que en Lautaro, pues los médicos veterinarios que ejercían, entre los que más recuerdo, don Augusto Broyuart, Mabilais, Varichón, Barrera, y otros, con carácter clínico, más en la hípica y en fundos de importancia. Decidí abrir un escritorio profesional con las vacunas y especialidades farmacéuticas que venían de Argentina. Pero casi estuve a punto de renunciar a mi iniciativa; los interesados eran tan pocos, en cambio mis planchas anunciando los servicios profesionales eran objeto de los más jocosos y desafortunados chistes que se hacían a voz en cuello en la calle y otras por teléfono. De vez en cuando pasaba alguno que decía; “Chile progresa”, “Qué buena idea”, “Tenía que ser gringo”.

Y por esos días se producían los hechos que nos lleva al origen de esta charla. Comenzaban las consultas y los llamados para atender perros y gatos enfermos. En nuestra Escuela Militar, teníamos un hospital público y gratuito para hacer la práctica, y según la escuela alemana, el veterinario empezaba aprendiendo a sujetar animales, amarrarlos, levantando patas y manos, inmovilizando vacunos, dominando animales chúcaros y hasta bravos. El profesor Reff decía que esta era una profesión para hombres fuertes y valientes. Cuántas veces no he tenido que agradecer después esta formación, pues un veterinario tímido, es el hazmerreír de los hombres rústicos de campo. Pero volviendo al tema, a aquella clínica y hospital llegaban muy contados animales menores y para qué decir aves. Salimos, entonces, con algunos conocimientos teóricos en la materia, muy poco sólidos, como para un constante y nutrido ejercicio profesional en estas especies de animales. Cada enfermo que examinar era un suplicio: lo aprendido, poco; libros sobre la materia, ninguno; experiencia, por adquirir. ¿Por qué no habría especialista en la materia? Por qué no se harían cátedras en la Facultad. Seguramente en países más avanzados existirían, pero en Chile… Llegaron dos o tres libros escritos por autores clásicos, de esos que encontramos competentes en todas las especies de animales, para escribir páginas y páginas.

¿Cómo empezar, cómo refinar, acomodar una técnica más adecuada a las especies menores y de acuerdo con el medio en que viven y la susceptibilidad de los amos? Desde luego había que adoptar una terapéutica mejor dirigida, ya sea en razón de dosis, susceptibilidad de las especies, olores medicamentosos, medios y manejos para curar y aplicar los remedios, y tantos otros factores de importancia. Se me ocurrió que la medicina de niños podría ayudarme mucho y me valí del Dr. González, médico de mis hijos, para que me facilitara la entrada al hospital de niños, que por tantos años funcionó en Matucana, precisamente frente a la Quinta Normal. Un año más o menos de práctica, viendo examinar, diagnosticar, operar criaturas, me dio un criterio que fui aplicando y modificando frente a mi cotidiana práctica que se iba presentando en animales menores. Ya funcionaba la Escuela de Medicina Veterinaria, en este mismo recinto; y entre los profesores distinguidos de la época figura el Dr. Enrique Ammion, quien, a raíz de una donación dejada por Dolores Pinto, para que se destinaran los fondos por ella indicados a una clínica u hospital para perros y gatos, atendía este servicio dispensario en un reducido horario de las mañanas. El trágico fallecimiento de este distinguido profesional, quien se infectó de rabia examinando a una vaca enferma, privó a la profesión de un valioso elemento que era a la vez un destacado profesor de fisiología.

Un viaje a Buenos Aires me permitió entrar en contacto con la Sociedad Protectora de Animales y de hacer práctica en su hospital de pequeños animales, y donde se tomaron con mucho interés ciertos conceptos, prácticas y tratamientos propuestos como fruto de nuestra práctica en medicina infantil en Chile. Con la experiencia del Hospital Veterinario de Buenos Aires, organicé un hospital para animales menores en Santiago, en un local adyacente al Matadero. Constaba de una sección Farmacia, gabinete de cirugía, varias salas para enfermos, separados los perros y los gatos, una salita para infecciosos. Además, una cocina especial para elaboración de alimentos, incluso dietas; había dos vacas para el suministro de leche. Un médico veterinario residente, el Dr. Juan Cáceres Azócar, y un estadístico se encargaban de la vigilancia de los enfermos y de la administración. Teníamos un trabajo enorme y logramos formar un buen equipo de practicantes muy abnegados y competentes.

Para la mejor atención al público se adquirió una máquina Ford nueva y se le hizo una carrocería especial, como un cajón dividido en dos en la parte baja, y a su vez, un segundo piso sub-dividido en tres compartimientos chicos por cada lado. Los dos de abajo servían para perros grandes y los pequeños para gatos o perritos pequeños. Era una máquina bien presentada para esos tiempos, higiénica, toda forrada en zinc, y por fuera la cruz azul en sus costados, un banderín con la cruz azul y el rótulo “ambulancia para perros y gatos”. El día que entregaron el carro fue solicitado por el Diario Ilustrado para sacarle una fotografía frente a su imprenta, que afortunadamente funcionaba en la esquina encontrada con el Palacio de Gobierno de la Moneda. Digo afortunadamente, porque a los pocos minutos de pararse la máquina y rodeada por un grupo de curiosos, alguien gritó: “no hay camas en los hospitales para la gente, faltan ambulancias en la Asistencia Pública, esto es un insulto a la pobreza, una burla al pueblo, destruyamos al momento esta perrera”. La oportuna intervención de la policía salvó a la ambulancia de ser destruida antes que transportara al primer enfermo. Muchas veces después, llegó apedreada. Prestó muchos años de servicio y, en 1935, cuando visité el hospital de perros de la Sociedad Protectora de Animales de Nueva Cork, encontré en una oficina la fotografía de nuestra ambulancia, destacada como la caridad a los animales en Chile.

Nuestro hospital se defendía con grandes dificultades económicas; muchos enfermos recuperados con gran esfuerzo y abnegación eran olvidados por sus amos, otros teníamos que entregarlos recibiendo a título de donación lo que el amo quería o podía dar. Con frecuencia el costo de la hospitalización era mayor que las entradas. Se mantenía el hospital por razones sentimentales y porque fue el primer paso hacia la enseñanza profesional; muchos jóvenes estudiantes iban a practicar y a connaturalizarse con la medicina de los pequeños animales. La crisis del año 1930 fue el epílogo del primer hospital veterinario que hubo en Chile para perros y gatos.

Era director de la Escuela de Medicina Veterinaria, el meritorio, culto e inteligente médico veterinario, doctor Alvaro Blanco, hoy anciano, enfermo y olvidado; y que junto a Arístides Ramírez fueron el “alma mater” de esta joven Escuela Civil de Médicos Veterinarios. Me llamó el Dr. Blanco a su oficina y me dijo: “yo no concibo a un médico veterinario que no tenga una formación catedrática en clínica de animales menores. Yo quiero formar esta cátedra y el profesional que puede hacerlo es Ud y le pido que me acompañe”. El año 1928, por Decreto Supremo Nº 6138 de fecha 28 de diciembre, se me nombraba profesor titular de la Cátedra de Animales Menores, naciendo así la enseñanza de esta especialidad en la Facultad. Las prácticas eran diarias de 11 a 12 de la mañana y funcionaban en la misma sala donde años atrás atendiera el malogrado Dr. Ammion.

Nuestro criterio era admitir libremente a todos los alumnos, y obligatoriamente a los de terceros y cuartos años. El sistema consistía en naturalizar al alumno con la delicada práctica de la toma de anamnesis, de la formación mental de un prediagnóstico que le llevara al diagnóstico por eliminación y examen. Hecho el diagnóstico tenía una pizarra para que el alumno escribiera su receta y explicara a sus compañeros el plan terapéutico. Esto tenía por objeto obligar a estudiar al alumno, adquirir práctica para formular y, muy especialmente, formarse una personalidad que le permitiera actuar con confianza en si mismo cuando egresara. Los días sábados hacía una clase de errores clínicos, en la cual relataba con lujo de detalles mis grandes errores y de cómo muchas veces había perdido enfermos por equivocaciones terapéuticas o diagnósticos equivocados. Recuerdo que estas clases eran muy socorridas en asistencia y a veces nos quedábamos hasta cerca de la una de la tarde, no sin que muchas veces los muchachos rieran de buena gana ante el relato desnudo del error.

En aquella modesta sala de clínica, llena de ese factor de optimismo, esfuerzo y superación, pero sin elementos de trabajo, en una pobreza franciscana, se formaron profesionales como Mario y Benjamín Cornejo, Fernández Navas, Leigh, Zacarías Gómez, Isaías Tagle, Abel, Fuschlocher, y tantos otros que son exponentes de los reales valores científicos, intelectuales y profesionales de la Medicina Veterinaria en Chile. En nuestro instituto tomaron a su cargo la Clínica Menor por los años 1930 hasta 1940, los doctores Fernando Barraza y Luis Monardes. Con posterioridad, nos alejamos de esta especialidad. El doctor Mabilais, después de haber dejado sus actividades en el Instituto Nacional de Higiene, Departamento Antirrábico, abrió un consultorio para animales menores que funciona hasta la fecha, sino estoy mal informado. Otros profesionales, como el doctor Seisdedos y su esposa la doctora Acciardo, también actúan en esta especialidad. Desde el año 1928, si mal no recuerdo, la Sociedad Protectora de Animales Benjamín Vicuña Mackenna, presidida por el señor García Vidaurre, se interesa por la Clínica de Animales Menores, y juntos formamos un consultorio semi gratuito que funciona hasta la fecha y por el cual han pasado numerosos profesionales de prestigio.

Hice referencia anteriormente a mi visita en los Estados Unidos y quiero referirme, en especial, al que mejor conocimos, el de Boston, de la Universidad de Harvard. El edifico grande y modernísimo, tiene capacidad para un gran número de enfermos. El animal que inicia su tratamiento es recibido en una sala de examen general; este examen sólo sirve para clasificar al enfermo, a qué sección debe ser llevado, pues el diagnóstico queda reservado a los especialistas que los hay, en cirugía, en enfermedades internas, de la piel, infecciosas, radiólogos, laboratoristas, bacteriólogos, farmacéuticos. El pabellón de cirugía es tan completo y moderno que el visitante, sin ser advertido previamente, creería encontrarse en un pabellón de cirugía para niños.

Han pasado los años y nuestra Facultad ha progresado enormemente y en lo que a animales menores se refiere, no es tan pobre como recordábamos, ni tan esplendorosa como las de Estados Unidos. Al frente de la cátedra está el Dr. Benjamín Cornejo y sus colaboradores, cuyo prestigio y competencia es de sobra reconocido en el público y círculos profesionales: joven talentoso, amante de la ciencia, sabrá llevar con el tiempo muy lejos esta especialidad tan importante de la Medicina Veterinaria; y es de esperar que los doctores Abalos y Román, que lo secundan, continúen aportando su entusiasmo y conocimientos al progreso de esta especialidad. Y para los que vamos quedando, muy pocos, en la guardia vieja de la profesión, y que todavía estamos activos marchando a la retaguardia de los valores jóvenes, nos llenamos de orgullo con sus éxitos y los acompañamos con los votos sinceros y cariñosos, porque cada uno de ellos jamás se aparte del surco inmaculado del amor a la profesión y, como fruto de él, no se rompa jamás el respeto mutuo y el compañerismo que debe reinar siempre entre todos los médicos veterinarios. (Revisado por Patricio Berríos E., 2004).

2 comentarios:

  1. Es emocionante conocer las peripecias por las que pasaron los pioneros de la medicina veterinaria chilena. Verdaderos héroes de la profesión!

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  2. Y la tienda Dr. Schmidt Herman, en calle Monjitas, en Santiago, es una de las primeras tiendas de mascotas establecidas en el país. Y mantenida hasta ahora por su familia.

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